Me ha crecido un color níveo en el pelo
y nubes azarosas en la barba
de tormenta atlántica del noroeste,
me miro en el espejo
y el cristal me devuelve un rostro
de arena serena
de aullido honrado
de terruño sembrado de otoños,
y no acabo de reconocerme.
Hay ya alguna arruga bien marcada
trazando de costado a costado
un regato laborioso en la frente,
un halo disperso de cansancio cándido en los ojos,
un dibujo de alegre-tristeza en la mirada
imperceptible, a lo Gioconda de Leonardo,
y de labios acorralados y vacíos
de aquellas alondras que se derramaban
como gratas cebollas al atardecer.
Y no acabo de reconocerme,
me miro:
he muerto y ya vuelvo a nacer,
ahora que ya me sabía
otra vez me he de aprender.