El exiliado portaba un pequeño receptor de radio que acunaba sobre su pecho como a una criatura viva. A duras penas sintonizaba la señal de su país, pero reconocía el seseo de sus compatriotas y las zalameras melodías que le traían la imagen viva de su casa.
El exiliado dormía y despertaba con el viento y la charla eléctrica del aparato.
Una insoportable pobreza vino a visitarle. También sus inherentes consecuencias: denuncias, reproches…y el embargo.
En un débil forcejeo con la guardia, le arrancaron la radio de su mano izquierda. Deshecho en lágrimas, exclamó: - ¡pendejos!...bebeos mi sangre…pero dejad mi chiquita emisora -.