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Cuatro primeros PÍFANOS

DIOS ES AMOR...La Biblia lo dice.



He de caminar casi todas las tardes noches por el microcosmos del barrio donde sobrevivo, y he de hacerlo solo, a mi ritmo, con una envoltura de pensamiento libre e improvisado, con mi cómodo chándal fabricado en Portugal, y aceptado por la comunidad humana que ve con buenos ojos la caminata que lucha contra el sedentarismo de ahora. Y así pasearé mi cuerpo gordo por las hormigonadas calles entre vecindarios bloques naranjas.

Andaba ya absorto en la cadencia de mis pasos. No faltaba todos los días el saludo de rigor de mis vecinos conocidos –adiós hermoso- - hola buenas-. Como gentiles hombres cruzábamos las calles por los pasos de cebra, siempre cuando aparecía impaciente y vibrante el muñequito-luciérnaga de color verde.

Caía la tarde, las plazas comenzaban a repletarse de vehículos de todos los colores, aparcados bajo la apariencia de estar dormidos. Así pues la totalidad de la noche me sorprendió camino de casa, se encendían las alineadas farolas del barrio con una proyectada y potente luz naranja para ayudarnos a ver bajo un serio rostro de cielo azul marino. Las personas comenzaban a recogerse con una extraña celeridad. Poco tiempo transcurrido, y ya no quedaba alma humana que acompañase mi paseo.

Sorprendido por una gótica quietud de cementerio, aplastado por las naranjísimas ráfagas del alumbrado público. El acompasado ftac – ftac de mis deportivos zapatos al caminar manchaban el límpido silencio de aquella noche de Eduard Munch. Hasta que encaré por fin mi calle, mi portal, alumbrada aún más con un amarillo azufre que cegaba. Cuatro cucarachas se entrecruzaron veloces, huidas de un crujiente pisotón. Tranquilizado por la visión de la puerta del portal que habría de llevarme a mi cama, cogí del bolsillo las llaves, y al tintineo de éstas en mi mano le acompañó otro sonido de pasos arrastrados que provenía del otro extremo de la vía, sorprendido miré y advertí una extraña aparición:

Al principio parecía ver una rara figura humanoide, como de vieja bruja de la cenicienta con una manzana envenenada en la mano. Avanzaba casi reptando hacia mí, restregaba sus zapatillas puliendo la acera, pude ver que se trataba de un hombre ebrio, borracho hasta el culo, de una larga melena gris descuidada y sin brillo acompañada de una barba similar muy poblada, vestido con una camiseta de manga corta de un verde vejiga sucio y sudado en la que complementaban unas letras rojas, que componían un mensaje publicitario: “PIPAS TARANCÓN - ¡qué ricas!”. En las piernas un pantalón vaquero triste azul cenizo y calzado con unas deportivas viejas de un gris idéntico a su greñuda barba. Portaba un móvil en la mano, que de vez en cuando arrimaba a su oreja de trol.

Se me acercó tambaleante, muy lento y torpe, como un potro recién parido. Y yo lo esperé con una absurda quietud. Mi alma de pintor me decía que aguardase a aquel San Pedro del Greco. Al fin el borracho me alcanzó, pecho con pecho, se detuvo y sonreía. Parecía aliviado, como si estuviera buscándome toda una vida. Sus cetrinos ojos teñidos de sangre no parpadeaban. Unas lágrimas turbias, aparecían deslizándose por su gorda narizota arrastrando unas espesas legañas detenidas por el filtro del bigote descuidado. En un gesto ralentizado de su gran cabeza de jabalí, empezó a abrir lentamente la boca balbuciendo unos guturales ruidos de ogro. Esa gruta gótica era otro inmenso microcosmos repleto de bacterias infecciosas. El hedor de su aliento; puro huevo podrido aderezado con cierto aroma a vino de tetra-brik. En su negra bocaza faltaban al menos una quincena de piezas dentales, y los pocos solitarios que le quedaban parecían pedir auxilio, ahorcados por una soga de caries. Todo presidido por una enorme lengua negruzca que vibraba en aquel pozo de cieno. La saliva bullía en destellos naranjas, puros reflejos de las farolas aún encendidas de la calle.

Quise salir de este podrido ensueño, marcharme pudoroso, cerrar la puerta y hasta mañana. Pero aquel nazareno parecía codificar un mensaje para mí. Sus labios cien por cien poliéster empezaron a temblar, quería hablarme, decir, descifrar. Durante la ardua tarea de coordinar su etílico cerebro con los músculos lacerados de su boca me salpicó de babas en la cara, algunos perdigones espesos se pegaron en mis lentes como perlitas relucientes, era una saliva ácida que quemaba la piel de un inocente hombre sereno.

Su voz, como un ronco motor diesel en ralentí, por fin encadenó una frase:

- po…por…favor… papá… ¡papá!…-

Quince años de mi vida pasaron en dos segundos con una rápida visión.

Aterrado, comprendí.


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